Carlitos Scanavino rompió todos los esquemas y entró en la enorme historia del deporte uruguayo, en el que tiene un sitial de privilegio. Sin que sobrara nada, con mallas zurcidas por su madre, sin vitaminas ni deportólogos.
«En marzo de 1984 me fui a entrenar a Estados Unidos. Incluso pasé mi cumpleaños allá. Tuvimos una discusión con Maglione (Julio César, presidente de la Federación Uruguaya de Natación y hasta hace algunos días del Comité Olímpico Uruguayo) y con el Remeros, que lo apoyaba más a él que a mí. Y nos fuimos con Felipe (Vidal, su entrenador) a Estados Unidos pensando en los Juegos Olímpicos. Teníamos tres meses para entrenar para el Sudamericano: si me iba bien me volvían a mandar a Estados Unidos para completar los seis meses de preparación para los Juegos».
Carlitos, sentado en la hamaca de jardín frente a la casa de su primo Gustavo, comenzó por allí el resumen de su historia. Por el momento en el que pensó en irse de Paysandú. Desempolvando algunos recuerdos, mostrando algunas cicatrices que increíblemente dejó de una carrera notable, y contando algunos aspectos que fueron poco conocidos, llevó la charla de un lado para el otro sin respetar andariveles.
Esos primeros tres meses en Estados Unidos tuvieron sus frutos: «en el Sudamericano gané cuatro medallas de oro, con cuatro récords de campeonato; dos segundos puestos en posta y un tercer puesto en otra posta». Una locura. Volvió a Estados Unidos, compitió en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles en 1984, donde fue décimo en los 1.500 metros libre. «Pero ya venía con la decisión de no nadar más si me quedaba en Paysandú por todos esos problemas».
«Fueron discusiones por deporte, porque quería mejorar para seguir en la élite mundial. A veces peleás para estar en lo más alto y no tenés el apoyo que se necesita. Es complicado, y en ese momento no hubo solución», repasó.
Aún así, Scanavino clasificó para cuatro Juegos Olímpicos, pero compitió en dos (1984 en Los Ángeles y en 1988 en Seúl). Y cosechó no solo medallas del ámbito internacional sino lo más difícil: respeto.
Los más chicos navegarán en Wikipedia. Y allí se encontrará que este lungo muchacho sanducero se dio el gusto de ser 10º en los 1.500 metros libres, 13º en los 400, y 32º en los 100 mariposa de los Juegos de 1984. En Seúl, cuatro ańos después, fue abanderado de la delegación celeste y compitió en los 100, 200 y 400 metros libre, siendo 39º, 19º y 12º, respectivamente.
En los Panamericanos de 1983 fue plata en los 200 libre, y en los de 1987 bronce en los 1.500. En el Sudamericano de 1984 la rompió: cuatro medallas de oro. Y en el de 1982 había logrado oro en los 100, 200, 400 y 1500 metros libre, así como plata en la posta 4×100 metros combinados, 4×100 libre y 4×200 libre. Y más acá, en 1990, se llevó el oro en los 100, 200 y 400 metros libre, así como en la 4×200 combinado, siendo plata en los 4×100 libre. Y si hay que terminar el currículo sería casi imposible.
Deportivamente tocó el cielo con las manos. Pero ya tras la participación en los Juegos de Los Ángeles tenía decidido abandonar las competencias. «Me quitaron las ganas. Vine muy desilusionado porque fue un sacrificio muy grande el que hicimos con mi familia y Felipe, cuyo trabajo en el Remeros tampoco quería entorpecer. Dejaba de nadar, pero tuve dos ofertas: una de Montevideo y otra de Maldonado. Ahí, en Maldonado, Raymondo (Wilfredo, el hombre que lo descubrió y formó deportivamente en el Remeros) me invitó a hacer el curso de guardavidas, y si me recibía podía entrar a la Intendencia a trabajar. Hice el curso en ingresé a la Intendencia de Maldonado en 1985».
Así recuerda cómo se despidió de su Paysandú natal, que sorprendentemente lo dejó ir. En la cima de su carrera, Carlos había decidido alejarse.
EL HOMBRE DE LA MALLA DE PAPEL
Los tiempos cambian. Carlitos era ídolo en los ’80, pero hoy seguramente sería prácticamente una estrella de rock, con un reconocimiento impresionante.
«Mirá, en 1983 demoré un día para comunicarme por teléfono con mis padres para decirles que había sido tercero en un Panamericano. Llegamos a la villa, estaba cerrada, y en Venezuela (sede de la competencia) había que esperar por una cabina telefónica», recordó. «Hoy hubiera sido más apoyado y conocido, con esto de las redes sociales».
Admite que «hay mucha gente que no me conoce, sobre todo a nivel nacional. Ahora con todo esto de internet sería diferente».
Aunque fue ídolo, no por ello la tuvo fácil. Y ni hablar en cuanto a apoyo económico. «En su momento me apoyó Pepsi con aquella foto que decía ‘Scanavino vale oro’. La primera plata me la dieron para irme a Estados Unidos, y después me daban para tener mis cositas», recuerda.
Más tarde «tuve una ayuda de Topper, un sueldo mínimo en aquella época, que daba para tener un pesito más». Pero no deja de imaginar cuán diferente podría haber sido todo en estos tiempos que corren.
Dicen que es imposible comparar aquello con esto. Que son otros tiempos; otra realidad; otra natación. Pero la historia del crack despierta aun más admiración si se toma en cuenta que, por aquellos tiempos, no había (por ejemplo) esos trajes que ayudan a deslizarse más rápido en el agua. Antes estaba aquella malla a la que «le decíamos de papel, porque era una mezcla de licra con otro producto, que cuando se secaba parecía papel», y que «apenas duraba 10 horas de competencia», por lo que «se cuidaba como si fuera oro porque era carísima, y difícil de encontrar a nivel sudamericano».
En los ’80 no había deportólogos, tecnología, suplementos vitamínicos. Y menos alrededor de la piscina de 25 metros de Club Remeros. «Entrenaba de siete a ocho horas por día. Si tenía que correr los 1.500 metros libre, entrenaba 18.000 metros. Ahora todo es diferente», dijo.
En aquellos años, incluso, pensaba qué quería de su carrera si pudiera haber entrenado a otro nivel. «Cuando entrené seis meses en Estados Unidos, tres meses en España, dos meses en Moscú, lo pensaba. Entrenar con 12 nadadores de fondo cuando yo lo hacía solo… Cuando fui a Estados Unidos, llegué a la casa en la que me alojaba y al otro día me llevaron al club. Y me dieron un bolsito con todo: remera, short, dos mallas, una gorra y un par de lentes. Con eso…¡acá mi madre me zurcía las mallas!», contó entre risas.
«YO, SEÑOR»
Así como toda la historia tiene un final, también tiene un comienzo. La de Scanavino y la natación se remonta a 1970, cuando el Club Remeros inauguró su piscina de 25 metros.
El coloniense Wilfredo Raymondo, profesor de Educación Física que recaló en el Remeros y que ya había sido una enorme figura en el deporte sanducero, recorrió las escuelas promocionando la piscina. Y en la Escuela 33 (luego se cambiaría a la 1, que tenía otro horario) se encontró con un flaquito que levantó la mano («fui el único», recordó) para confirmar que iría a nadar al club.
«A los 6 años aprendí a nadar, a los 7 ya era campeón nacional de categoría, a los 8 era campeón internacional porque me llevó a Buenos Aires a competir. Raymondo captaba: sacó campeones olímpicos en remo, entrenó a una cuarteta de ciclismo, mandó a (Martín) Mugica a Montevideo a jugar al fútbol, tenía esa capacitación. Cuando se fue a Maldonado sacó campeona sudamericana a mi señora, Susana Crespo. Tenía ese don», dijo a modo de homenaje.
Carlitos remarcó que en 1976 Raymondo se fue a Maldonado, y quedó bajo las órdenes de Felipe Vidal. «En 1979 tuve mi primer Panamericano con 15 años, y en el 80 comenzamos a salir con Felipe. Un año después saqué la medalla de primer puesto sudamericano», dijo.
Levantarse a las 4.30 de la mañana y entrenar hasta las 7.30. A la tarde recurrir a la bicicleta, correr… El estado atlético de Scanavino era sin dudas envidiable, producto del entrenamiento diario de la mano de Vidal. Y si bien le permitía brillar en lo suyo, el agua, también se dio el gusto de –con 18 o 19 años– practicar atletismo.
«Fui por la UTU a competir a nivel departamental y salí campeón en los 800 llanos. No me dio para ir al Nacional porque coincidió con el de natación. A esa altura estaría en cuarto año de tornero en la UTU, e ingresé a la selección de atletismo de Paysandú», expresó. Luego contaría que de más chico incursionó en el mundo del fútbol infantil, vistiendo la camiseta de Santa Rosa (equipo de la iglesia Don Bosco), pero que Raymondo fue claro: natación o fútbol, porque no eran compatibles.
El muchacho era toda una sorpresa. Y fue confirmando temporada tras temporada su sorprendente nivel. Y sí: salió de acá, nadando siempre en una piscina de 25 metros pudiendo conocer una de 50 recién varios años más tarde cuando entrenó en Estados Unidos pensando en el Sudamericano y los Juegos Olímpicos de 1984.
LAS PESAS, ¡UNA LOCURA!
La charla vuelve a aquella primera gran experiencia junto a Vidal, entrenando en Estados Unidos. ¿Desentonar? Ni ahí: la dura preparación que Scanavino y su técnico llevaban adelante Paysandú, le permitió estar prácticamente a la par de quienes entrenarían con él en Estados Unidos durante seis meses, pese a las lógicas enormes diferencias.
«¿Sabés en qué no era tan bueno? En las pesas. Acá teníamos unas poleas hechas con tarros de dulce de membrillo y hormigón, y unas pesas de plomo, de un kilo, que había hecho Felipe. Cuando llego a Estados Unidos, voy al club, entro a la piscina, nado, y luego nos dicen para ir al gimnasio. ¡Eran unos aparatos con una tecnología bárbara!», recordó sonriente.
Con un inglés básico que apenas la permitía defenderse, Carlitos (sí, será Carlitos por los siglos de los siglos para los sanduceros) optó, a la hora de hacer gimnasio, por guiarse por lo que realizaba una nadadora noruega que también entrenaba en el Club Misión Viejo, donde se movían unos 60 nadadores, repartidos en tres planteles: fondistas, semifondistas y velocistas.
«Yo seguía a la noruega y lo único que hacía era cambiar las pesas. Hasta que me olvidé y me quedé con los mismo kilos con los que trabajaba ella, y me lastimé el hombro», recordó como para dejar plasmada la diferencia del entrenamiento de allá y de acá en ese aspecto.
Eso, y el hecho de compartir los entrenamientos con un número significativo de nadadores de nivel, cuando acá nadaba solo en una piscina de 25 metros, fue la gran diferencia.
Mientras acá nadaba en soledad, con Felipe mirando e indicando desde el borde de piscina, en Estados Unidos la historia era otra. Así como el hecho el hecho de competir cada 15 días. «Capaz el tema de las pesas fue la gran diferencia, pero había otras. Por ejemplo, un día de tormenta eléctrica nos sacaron de la piscina abierta y terminamos nadando en un aparato en el que hacés la mitad de las brazadas», recordó.
Pero después, en cantidad de metros nadado, no había diferencias. Y eso fue lo que le llamó la atención al entrenador estadounidense de este club que «era el mejor de Estados Unidos».
Así, Carlitos recordó que en 1983 fue tercero en los 1.500 metros, compitiendo en el gran país del norte. «Salió primero Di Carlo de Estados Unidos, el brasilero (Marcelo) Jucá segundo, y el cuarto fue Mike O’Brien. Y estaba Ricardo Prado, que era el último campeón mundial en 400 combinados de Brasil, dos venezolanos, un francés, un canadiense, dos de Dinamarca… Sí, era el mejor club de Estados Unidos».
También salió campeón estadounidense con su club, en ocasión que sumó su 11º título consecutivo del Nacional. «Mark Schubert era el mejor técnico que tenía Estados Unidos». Y era su entrenador.
«No desentonaba. Competía en los Nacionales, en las carreras que quería, y siempre entre los ocho mejores», recordó con orgullo.
De yapa, tras tres meses de estos entrenamientos se colgó más medallas en el Sudamericano de los que su cuello podía sostener. Y el sueño de los Juegos Olímpicos, de hacer un buen papel en Los Ángeles, fue creciendo.
Pero los Juegos le depararían una enorme decepción.
EL GRAN GOLPE
Carlitos fue 10º en los 1.500 metros libre, lo que a cualquier nadador uruguayo dejaría hoy por las nubes y siendo ídolo del deporte nacional. Pero la situación, pese a lo que podría pensarse, lo destrozó. Solo atinó a sentarse luego en la tribuna para llorar.
A esa altura, el nadador sanducero se medía de igual a igual con cualquiera de los de primer nivel que entrenaba en el club. Un día ganaba uno, otro día se imponía el otro.
Scanavino se tiró al agua con toda la ilusión del mundo. Y terminó lejos con respecto a sus expectativas.
«El campeón era Mike O’Brien. La verdad es que me puse muy mal, y mientras lloraba en la tribuna el técnico viene y me invita a quedarme en Estados Unidos entrenando. No acepté y le dije que me quería ir».
Carlitos recuerda que luego de competir «me dolió todo. Me di cuenta que hay una diferencia tremenda en cuanto a los controles médicos y dopaje».
Eso se evidenció cuando «a O’Brien le gano el ’83. Entrenamos juntos seis meses, haciendo todo lo mismo. Él me ganaba en los entrenamientos y yo también. No nos sacábamos nada de diferencia. Pero él sale campeón olímpico con 15.05 y yo décimo con 15.29. Y un francés que entrenaba con nosotros salió octavo, y clasificó a las finales. Yo acepto un segundo de diferencia pero 24, no era lógico. Salvo que ese nadador entrenara en otro horario, con una preparación diferente, o me diera una paliza en los entrenamientos. Pero los tres hacíamos lo mismo».
Lo que está claro es que la situación sacó a flote la posibilidad de dejar de nadar. De yapa, dos días antes había participado de los 400 metros libres, y había sufrido el primer golpe. «Tenía el octavo tiempo y competí con un alemán que tenía el tercero. Por eso la idea fue seguirlo. Iba cómodo, el alemán hizo 3:55.70 y yo 3:55.88. El alemán era cuarto y yo quinto, pero faltaban tres series. Estábamos afuera los dos, y Felipe dijo que nos cuidáramos para los 1.500, así que no corrí la Final B. Y en esa final, el alemán mete récord olímpico y mundial. Ese día ya fue complicado. Y al otro día teníamos 1.500, y pasó lo que pasó. Salgo a la tribuna, viene Maglione con el técnico y me ofrece quedarme en Estados Unidos, pero dije que no. Me volví decidido a que no nadaba más», contó.
Su carrera no finalizaría allí, más allá de los sentimientos del momento. Pero hasta hoy resuena en su cabeza la pregunta de qué hubiera pasado si continuaba entrenando en Estados Unidos. «Quizás si me lo hubieran planteado al día siguiente, estando yo más frío, pasaba otra cosa. Pero hice lo que sentía y no me reprocho. Me parece que fue el destino».
Tras esa experiencia, comunicó al Remeros y a su técnico Vidal que no nadaría más. Pero a fines de ese agosto de ese año (1984) apareció la llamada de Raymondo, que le ofreció ir a hacer el curso de guardavidas a Maldonado, con posibilidades de que fuera contratado.
Al final siguió dando brazadas. Y participó en los Juegos de Seúl, entre tantos otros campeonatos de nivel. Ya en tierras fernandinas «seguí cosechando triunfos y estando entre los 10 mejores del mundo desde 1982 a 1991, por ranking FINA. Era reconocido a nivel mundial entrenando acá, sumando medallas en el Panamericano o en el Campeonato de España”.
FÁCIL, NI AHÍ
Conseguir los recursos que le permitieran mantenerse dentro de la elite mundial no fue fácil. Apenas la colaboración de Pepsi y Topper (seguramente como pago del hoy tan reclamado derecho de imagen) a través de sus publicidades le daban un respiro a lo largo de su carrera.
Es que Scanavino no solo llegó a repetir por faltas un año en la UTU, en 1982, sino que también le había dicho a Maglione que no continuaría nadando. «Mi familia era de clase media hacia abajo, y cada vez que salía a representar a Uruguay había que poner plata. Ese año le dije a Maglione que no iba a nadar más por ese motivo», recordó.
«Entrenaba de lunes a sábado, salía poco, así que cobraba el sueldo para pagar comida, vitaminas y esas mallas que eran difíciles de conseguir y costaban 300 dólares».
El laureado nadador fue policía durante tres años, lo que le «ayudó a seguir nadando y a mantenerme en la élite mundial».
Pero su futuro estaba en Maldonado. «Allí me recibí de guardavidas, entró Benito Stern como intendente demócrata e ingresé como técnico en el Campus. Eso me ayudó a seguir nadando. Gracias a la Jefatura de Paysandú y a la Intendencia de Maldonado pude seguir haciéndolo».
Tras su segunda participación en los Juegos continuó nadando. Pero todo se iba haciendo cuesta arriba, y en 1992 renació la idea de dejar todo.
«Pedí unas cosas a la Federación y al Comité Olimpico para seguir nadando. Ya estaba clasificado para los Juegos de Barcelona, pero no hubo acuerdo y decidí no nadar más».
Era el punto final, pero en piscina. Es que Carlitos decidió competir en aguas abiertas después de aquella travesía que en 1997 unió la Meseta de Artigas con la ciudad de Paysandú nadando en el río Uruguay. Así, la nueva especialidad lo llevó al Mundial de Japón en 2001, y cuando retornó a Uruguay comenzó su carrera de entrenador, de la mano del cubano Ebrain Saldívar.
«Fui técnico nueve años y saqué campeones sudamericanos, representaciones olímpicas, en Mundiales. Fuimos campeones nacionales de invierno. Lo único que nos faltó fue ser campeones nacionales absolutos», recuerda.
Y confiesa que «mi actuación como técnico no fue mala, porque surgieron muchos nadadores buenos». Pero en 2001 se creó en la Intendencia fernandina el escalafón de guardavidas, «y me presenté porque se ganaba un poquito más que como entrenador, pero ya no pude seguir en la función de técnico. Estaba siete horas sentado en la piscina para que nadie se ahogara».
PAYSANDÚ Y EL OLVIDO
Ganó todo, es un fiel exponente del deporte sanducero, pero increíblemente no tuvo futuro en nuestra ciudad, que lo dejó ir sin aprovechar (en el buen sentido de la palabra) toda su experiencia para enseñar natación y, en una de esas, formar nuevos campeones.
«Hubo alguna consulta para ver si estaba dispuesto a venirme a Paysandú. Y dije que sí, que estaba abierto. Pero en ese momento me llegaron dos comentarios: que no me traían por el sueldo que ganaba en Maldonado, y que como no era profesor de Educación Física no lo veían bien. Pero siempre estoy abierto a todo, mientras sea para mejorar», dijo. Y agregó: «Esa esperanza nunca se pierde y más haciendo lo que me gusta».
No lo dice explícitamente, pero la clásica frase vuela en el aire: nadie es profeta en su tierra. «Mirá: soy más reconocido en otros lados. Me pasó en el Panamericano de Brasil en 2007, o en Argentina en 2009, en el Sudamericano, cuando era técnico. Era más reconocido afuera del país que acá adentro».
Y repasa por ejemplo, que «el último medallista olímpico (Milton Wynants) se dedica a su negocio de bicicletas» o que «tuvimos a Jesús Posse un campeón panamericano de remo…». Y sentencia por si quedan dudas: «En Uruguay no se aprovecha a sus deportistas».
Opina que no solo se podría trabajar en lo deportivo, sino también en ayudar a los más chicos a formarse más allá del deporte. Trasmitir lo que a él lo llevó a superar objetivos manteniendo los pies sobre la tierra.
«Durante tres años fui el mejor deportista uruguayo a nivel olímpico, y es algo que tenés que saber llevar porque el ego te lleva a que te quedes estancado», reflexiona. Y recuerda que «tanto con Felipe como Raymondo teníamos objetivos cortos, íbamos paso a paso», porque «capaz sos campeón nacional y salís al exterior y te das un porrazo». Es por eso que «hay que entrenar y no creerse el número uno, porque en realidad lograste poco de lo que podés llegar a ser. Siempre mi meta fue estar en una final olímpica. No soñaba con una medalla sino con estar ahí».
MEDALLAS E ILUSIONES EN LA VALIJA
Nadó en todo campeonato importante en el que Uruguay fue protagonista. Clasificó a los juegos de Moscú 1980 (no participó por el boicot de Estados Unidos al que se plegó Uruguay), estuvo en Los Ángeles 1984 y en Seúl 1988, y abandonó la competencia antes de Barcelona 1992.
La última vez que contó premios anotó más de 60 trofeos y más de 500 medallas. «Nunca me imaginé algo así», dijo quien hace unos años decidió poner a la venta la mayoría «porque se están estropeando» en una valija.
Hoy, varios años después de aquellos tiempos de gloria, Carlitos dice, ahora sentado en un cordón de la vereda de la casa de su primo, que «no me arrepiento de nada». Y no es poco. A la hora de pasar raya, de evaluar rápidamente ese lapso corto y enorme a la vez de tiempo desde que levantó la mano en la escuela para ir a la piscina del Remeros hasta el cierre de su carrera, Carlitos asegura sentirse satisfecho.
«Me pegunto qué hubiese pasado si me hubiese quedado entrenando en Estados Unidos, pero mi respuesta es que no me hubiese casado ni tenido a los dos hijos que tengo».
Y aseguró que «todo lo que tengo lo conseguí con la natación. Si no hubiera nadado seguramente me quedaba en Paysandù, con el puerto, con la pesca. Y sin embargo pude conocer varias partes del mundo, que solo podría haber visto por fotos».
Y queda en la valija «lo que aprendí y viví. Y lo que se puede trasmitir para encaminar a los más jóvenes». Sí: una pavada de valija.
Por Santiago Balbis (publicada en Quinto Día de El Telégrafo)
